El domingo 10, a las 14 horas chilenas, una sutura social, hecha a base de consumo, se abrió y dejó salir bastante purulencia, putrefacción de todo tipo, desde todos lados.
Chile se mostró para el mundo, dividido. El país modelo de Latinoamérica mostraba que, más allá de su imagen de crecimiento y orden, por dentro, en sus intestinos, aún hay cosas que lo dañan, lo dividen.
La muerte de Augusto Pinochet Ugarte -el dictador para algunos, el salvador para otros- más que implicar o marcar definitivamente el fin de una época en la historia chilena, expuso lo contrario. Demostró que la transición, esa sutura, es débil y está infectada por viejos antagonismos, que siguen marcando la vida política y social chilena. Rivalidades de clase, ideológicas, pero que son ahora esencialmente transversales a todos los grupos sociales de la sociedad chilena.
Transversales, porque en ambos lados, podíamos ver gente pudiente y no pudiente, personas que nacieron después de la dictadura o el régimen, y también niños. La división se ha hecho transtemporal y transgeneracional.
Las instituciones se mostraron invadidas por la división, que el velo de la transición y el crecimiento económico -que con el crédito pretende mostrarnos a todos unidos en una sola línea- sólo cubren levemente.
Afloraron en horas aquellas viejas divisiones. Por un lado el gobierno, por otro el ejército, y al medio el pueblo, la ciudadanía.
¿Terminó la transición? No, al parecer no, porque las divisiones no son sólo ideológicas.
Tienen una raíz social y económica profunda, que se arrastra por años, que por las condiciones que hoy vive Chile, se tornan difusas, complejas, y difíciles de apreciar. Estas divisiones, van más allá de los actores políticos, vivos y fallecidos. Más allá del mismo Allende y el mismo Pinochet, que son sólo personificaciones y objetivaciones de una división social recóndita, entre excluidos y dominadores.
Lo que se apreció el domingo 10 de diciembre y los días subsiguientes, es que la transición a la democracia, y la “democracia”, no han logrado saldar diversas cuentas con la ciudadanía. No sólo judiciales, también sociales, económicas y políticas, que se ven canalizadas y expresadas en el ser pinochet o antipinochet.
Podríamos pensar que en base a eso, la gente se manifiesta a favor o en contra del modelo constitucional, social, político y económico impuesto desde 1973, no sólo por Pinochet, sino por quienes realmente fueron los ideólogos de esto, en base a su nivel de “éxito” o “fracaso” en la sociedad actual.
Entonces vemos, que la noción inclusión-exclusión vuelve a operar, porque lo que vimos el día domingo, no es sólo el apoyo o el rechazo a un hombre, también vimos el apoyo o el rechazo a un modelo de sociedad existente, que es la base de la actual división en la sociedad chilena, en excluidos e incluidos, en productivos e improductivos, en buenos consumidores y malos consumidores.
Sin embargo, debido a la transversalidad, transtemporalidad y transgeneracionalidad que han alcanzado las posiciones, vemos que hay ambigüedad en torno a muchas perspectivas actuales, pues el modelo criticado también ha sido fortalecido por muchos de los que se manifestaron en contra del hombre que dirigió su imposición desde 1973, y también muchos de los excluidos por el sistema de Pinochet, lo despidieron como su héroe.
Por esto, quizás la falla más grave de la transición y de la democracia misma, es habernos hecho caer en una profunda ambigüedad de posiciones, donde por un lado se fortalece un modelo, y por otro se desprecia a quién lo impuso, haciéndonos perder la perspectiva de lo que realmente necesitamos como sociedad.
La falla más grave de la Transición, es que no nos ha permitido desligarnos del pinochetismo y al antipinochetismo, que parece que todos llevarán inserto en la cabeza, y que aparece de forma abrupta en muchas ocasiones, impidiéndonos ver y avanzar hacia otras cosas –otros issues como la distribución de la riqueza o la profundización de la democracia- que son más esenciales para cada chileno.
Chile se mostró para el mundo, dividido. El país modelo de Latinoamérica mostraba que, más allá de su imagen de crecimiento y orden, por dentro, en sus intestinos, aún hay cosas que lo dañan, lo dividen.
La muerte de Augusto Pinochet Ugarte -el dictador para algunos, el salvador para otros- más que implicar o marcar definitivamente el fin de una época en la historia chilena, expuso lo contrario. Demostró que la transición, esa sutura, es débil y está infectada por viejos antagonismos, que siguen marcando la vida política y social chilena. Rivalidades de clase, ideológicas, pero que son ahora esencialmente transversales a todos los grupos sociales de la sociedad chilena.
Transversales, porque en ambos lados, podíamos ver gente pudiente y no pudiente, personas que nacieron después de la dictadura o el régimen, y también niños. La división se ha hecho transtemporal y transgeneracional.
Las instituciones se mostraron invadidas por la división, que el velo de la transición y el crecimiento económico -que con el crédito pretende mostrarnos a todos unidos en una sola línea- sólo cubren levemente.
Afloraron en horas aquellas viejas divisiones. Por un lado el gobierno, por otro el ejército, y al medio el pueblo, la ciudadanía.
¿Terminó la transición? No, al parecer no, porque las divisiones no son sólo ideológicas.
Tienen una raíz social y económica profunda, que se arrastra por años, que por las condiciones que hoy vive Chile, se tornan difusas, complejas, y difíciles de apreciar. Estas divisiones, van más allá de los actores políticos, vivos y fallecidos. Más allá del mismo Allende y el mismo Pinochet, que son sólo personificaciones y objetivaciones de una división social recóndita, entre excluidos y dominadores.
Lo que se apreció el domingo 10 de diciembre y los días subsiguientes, es que la transición a la democracia, y la “democracia”, no han logrado saldar diversas cuentas con la ciudadanía. No sólo judiciales, también sociales, económicas y políticas, que se ven canalizadas y expresadas en el ser pinochet o antipinochet.
Podríamos pensar que en base a eso, la gente se manifiesta a favor o en contra del modelo constitucional, social, político y económico impuesto desde 1973, no sólo por Pinochet, sino por quienes realmente fueron los ideólogos de esto, en base a su nivel de “éxito” o “fracaso” en la sociedad actual.
Entonces vemos, que la noción inclusión-exclusión vuelve a operar, porque lo que vimos el día domingo, no es sólo el apoyo o el rechazo a un hombre, también vimos el apoyo o el rechazo a un modelo de sociedad existente, que es la base de la actual división en la sociedad chilena, en excluidos e incluidos, en productivos e improductivos, en buenos consumidores y malos consumidores.
Sin embargo, debido a la transversalidad, transtemporalidad y transgeneracionalidad que han alcanzado las posiciones, vemos que hay ambigüedad en torno a muchas perspectivas actuales, pues el modelo criticado también ha sido fortalecido por muchos de los que se manifestaron en contra del hombre que dirigió su imposición desde 1973, y también muchos de los excluidos por el sistema de Pinochet, lo despidieron como su héroe.
Por esto, quizás la falla más grave de la transición y de la democracia misma, es habernos hecho caer en una profunda ambigüedad de posiciones, donde por un lado se fortalece un modelo, y por otro se desprecia a quién lo impuso, haciéndonos perder la perspectiva de lo que realmente necesitamos como sociedad.
La falla más grave de la Transición, es que no nos ha permitido desligarnos del pinochetismo y al antipinochetismo, que parece que todos llevarán inserto en la cabeza, y que aparece de forma abrupta en muchas ocasiones, impidiéndonos ver y avanzar hacia otras cosas –otros issues como la distribución de la riqueza o la profundización de la democracia- que son más esenciales para cada chileno.