En nuestros tiempos, hablar de ética y de política como elementos complementarios parece ser algo absurdo. Desde que los derechos civiles comenzaron a ser utilizados no como ideales de convivencia sino que como banderas de lucha entre las clases políticas.
El proceso de división del poder, o más bien la supuesta dicotomía de éste, en lo que se denomino ex parte principis y ex parte populis, iniciado durante la Revolución francesa, establecía intrínsecamente que el Estado es para los individuos y no los individuos para el Estado. Esta transformación, entendida como el traspaso del deber feudal al derecho republicano, es el punto de inicio del juego entre la ética y la política, y también el triunfo del individualismo en todo su concepto, donde el primer gran término ético del cual se habla, es el de fraternidad entre los individuos.
Este cambio en 180º significa un quiebre en el punto de vista con el cual, hasta ese momento, se concebía la interrelación entre gobernantes y gobernados. El cambio estaba saldado, ahora todos los ciudadanos interactuaban dentro de un estado de derecho, en el cuál se afirmaba el valor absoluto y la autonomía moral de cada ser.
El concepto de ex parte populi y el proceso de desarraigo que los estados nacionales europeos estaban viviendo con respecto a la Iglesia y sus doctrinas morales, trajo consigo un dualismo entre ética y política, que generó una disyuntiva entre obedecer a una ética de principios o, a una ética de resultados.
La ética de resultados, adoptada por los políticos de la época Moderna y también la contemporánea y la actual, es la que defiende la Gran Cose dictada por Maquiavelo, la que propugna el bien colectivo y no los principios del individuo justo.
Maquiavelo planteó, desde lo subjetivo del ex parte principis, la autonomía de la política con respecto a los principios de la moral. Tal autonomía reconoce normas propias para el ejercicio del poder, distintas y ajenas a los postulados éticos.
Sin embargo, actualmente, vemos que la ética, como motor de la acción política ha sido abandonada en forma descarada. Las problemáticas suscitadas, tanto en la Concertación como la Alianza por Chile, demuestran que el actuar de las elites políticas ya no tiene como leiv motiv el desarrollo del bien común, sino la lucha por el control del poder en su total magnitud, mediante acciones ajenas a la ética de principios y más cercanas a la de resultados, donde no importa el costo de las acciones, mientras los resultados favorezcan el control y el mayor acceso, esencialmente al poder.
Se abandona entonces la concepción de lo político como algo hacia el futuro, convirtiéndolo en un espacio de acciones inmediatistas y oportunistas, donde ya no importa o existe un proyecto histórico-político, sino más bien una respuesta superficial y a la vez sobredimensionada por parte de los medios de comunicación.
Las futuras acciones políticas deben estar enmarcadas en un nuevo enfoque, que apunte al rescate de la ética social y de principios, pues esa es la única forma en que la política recupere su valor como tal.
El proceso de división del poder, o más bien la supuesta dicotomía de éste, en lo que se denomino ex parte principis y ex parte populis, iniciado durante la Revolución francesa, establecía intrínsecamente que el Estado es para los individuos y no los individuos para el Estado. Esta transformación, entendida como el traspaso del deber feudal al derecho republicano, es el punto de inicio del juego entre la ética y la política, y también el triunfo del individualismo en todo su concepto, donde el primer gran término ético del cual se habla, es el de fraternidad entre los individuos.
Este cambio en 180º significa un quiebre en el punto de vista con el cual, hasta ese momento, se concebía la interrelación entre gobernantes y gobernados. El cambio estaba saldado, ahora todos los ciudadanos interactuaban dentro de un estado de derecho, en el cuál se afirmaba el valor absoluto y la autonomía moral de cada ser.
El concepto de ex parte populi y el proceso de desarraigo que los estados nacionales europeos estaban viviendo con respecto a la Iglesia y sus doctrinas morales, trajo consigo un dualismo entre ética y política, que generó una disyuntiva entre obedecer a una ética de principios o, a una ética de resultados.
La ética de resultados, adoptada por los políticos de la época Moderna y también la contemporánea y la actual, es la que defiende la Gran Cose dictada por Maquiavelo, la que propugna el bien colectivo y no los principios del individuo justo.
Maquiavelo planteó, desde lo subjetivo del ex parte principis, la autonomía de la política con respecto a los principios de la moral. Tal autonomía reconoce normas propias para el ejercicio del poder, distintas y ajenas a los postulados éticos.
Sin embargo, actualmente, vemos que la ética, como motor de la acción política ha sido abandonada en forma descarada. Las problemáticas suscitadas, tanto en la Concertación como la Alianza por Chile, demuestran que el actuar de las elites políticas ya no tiene como leiv motiv el desarrollo del bien común, sino la lucha por el control del poder en su total magnitud, mediante acciones ajenas a la ética de principios y más cercanas a la de resultados, donde no importa el costo de las acciones, mientras los resultados favorezcan el control y el mayor acceso, esencialmente al poder.
Se abandona entonces la concepción de lo político como algo hacia el futuro, convirtiéndolo en un espacio de acciones inmediatistas y oportunistas, donde ya no importa o existe un proyecto histórico-político, sino más bien una respuesta superficial y a la vez sobredimensionada por parte de los medios de comunicación.
Las futuras acciones políticas deben estar enmarcadas en un nuevo enfoque, que apunte al rescate de la ética social y de principios, pues esa es la única forma en que la política recupere su valor como tal.