Chile se mostró para el mundo, dividido. El país modelo de Latinoamérica mostraba que, más allá de su imagen de crecimiento y orden, por dentro, en sus intestinos, aún hay cosas que lo dañan, lo dividen.
La muerte de Augusto Pinochet Ugarte -el dictador para algunos, el salvador para otros- más que implicar o marcar definitivamente el fin de una época en la historia chilena, expuso lo contrario. Demostró que la transición, esa sutura, es débil y está infectada por viejos antagonismos, que siguen marcando la vida política y social chilena. Rivalidades de clase, ideológicas, pero que son ahora esencialmente transversales a todos los grupos sociales de la sociedad chilena.
Transversales, porque en ambos lados, podíamos ver gente pudiente y no pudiente, personas que nacieron después de la dictadura o el régimen, y también niños. La división se ha hecho transtemporal y transgeneracional.
Las instituciones se mostraron invadidas por la división, que el velo de la transición y el crecimiento económico -que con el crédito pretende mostrarnos a todos unidos en una sola línea- sólo cubren levemente.
Afloraron en horas aquellas viejas divisiones. Por un lado el gobierno, por otro el ejército, y al medio el pueblo, la ciudadanía.
¿Terminó la transición? No, al parecer no, porque las divisiones no son sólo ideológicas.
Tienen una raíz social y económica profunda, que se arrastra por años, que por las condiciones que hoy vive Chile, se tornan difusas, complejas, y difíciles de apreciar. Estas divisiones, van más allá de los actores políticos, vivos y fallecidos. Más allá del mismo Allende y el mismo Pinochet, que son sólo personificaciones y objetivaciones de una división social recóndita, entre excluidos y dominadores.
Lo que se apreció el domingo 10 de diciembre y los días subsiguientes, es que la transición a la democracia, y la “democracia”, no han logrado saldar diversas cuentas con la ciudadanía. No sólo judiciales, también sociales, económicas y políticas, que se ven canalizadas y expresadas en el ser pinochet o antipinochet.
Podríamos pensar que en base a eso, la gente se manifiesta a favor o en contra del modelo constitucional, social, político y económico impuesto desde 1973, no sólo por Pinochet, sino por quienes realmente fueron los ideólogos de esto, en base a su nivel de “éxito” o “fracaso” en la sociedad actual.
Entonces vemos, que la noción inclusión-exclusión vuelve a operar, porque lo que vimos el día domingo, no es sólo el apoyo o el rechazo a un hombre, también vimos el apoyo o el rechazo a un modelo de sociedad existente, que es la base de la actual división en la sociedad chilena, en excluidos e incluidos, en productivos e improductivos, en buenos consumidores y malos consumidores.
Sin embargo, debido a la transversalidad, transtemporalidad y transgeneracionalidad que han alcanzado las posiciones, vemos que hay ambigüedad en torno a muchas perspectivas actuales, pues el modelo criticado también ha sido fortalecido por muchos de los que se manifestaron en contra del hombre que dirigió su imposición desde 1973, y también muchos de los excluidos por el sistema de Pinochet, lo despidieron como su héroe.
Por esto, quizás la falla más grave de la transición y de la democracia misma, es habernos hecho caer en una profunda ambigüedad de posiciones, donde por un lado se fortalece un modelo, y por otro se desprecia a quién lo impuso, haciéndonos perder la perspectiva de lo que realmente necesitamos como sociedad.
La falla más grave de la Transición, es que no nos ha permitido desligarnos del pinochetismo y al antipinochetismo, que parece que todos llevarán inserto en la cabeza, y que aparece de forma abrupta en muchas ocasiones, impidiéndonos ver y avanzar hacia otras cosas –otros issues como la distribución de la riqueza o la profundización de la democracia- que son más esenciales para cada chileno.